Narrativa



El placer de comer en una fonda.

Para quien ha comido en fondas típicas de los barrios populares sabe el dulce porvenir de la mesa que se comparte, la silla que se arrima, la salsa que se termina, de la que pica o de la que no según un estudioso en la materia que a su vez enrolla con maestría aquella tortilla que tomó debajo de la primera, porque da mala suerte según explica una señora de la mesa contigua ante la pregunta de su servidor que imita con torpeza y se termina el agua de tamarindo porque no hizo caso a la consigna sabia de "la verde pica más", contrario a la costumbre típica, como la de decir provecho recién llegados o cuando ya se van, todo al ritmo de rock ochentero o cumbias clásicas que anima a los comensales al canto con la boca llena o al baile tanteadito que un niño observa debajo de la mesa ansioso del postre que aunque se haya terminado en su fase 1 galletasMaría-crema-fresa toca la fase 2 bolillo-partido-másfresa-crema que satisface al mexicano que coexiste y descansa en un espacio donde deja de ser quien es, el rato que duran los tres tiempos y tras devolver sonrisa y miradas, se encaminan, empachados, al mundo.



Nuestros Universos

 

Para quien ha escrito en talleres literaros de la urbanidad contemporánea, sabe del silencio intermitente, del chacoteo previo al grafito deslizandose, del piesito inquieto de quien lo imparte cuyos brazos estira entre cada renglón o párrafo, de la hoja volteada que asegura la continuidad y el hilo de nuestro universo, del puño firme de la de chaleco verde, que mira, con recelo, las letras que reciben espacio en una libreta inmaculada; el dedo que se estrella contra el labio y luego es uña y luego mordida; la manuscrita de quien acaba de llegar y que lanza la consigna sabia de "maestro", mientras el halo del ego se ve plasmado en las estadías o retiradas que no hacen si no recordarnos la fragilidad de quien ha decidido ver los trenes pasar, en vez de subirse a ellos.




El piso es de lava. Los mangos, también.

I

Ayer me llaman por teléfono. Que han encontrado a Monsiváis. Apenas cuelgan ya estaba esperando al trole angustioso. Había llovido. Paradas magnéticas era lo que menos necesitaba. Subo y sé que no es capicúa aquel boleto. Pago y en efecto, no lo es. No solo eso, tampoco suma mi edad; no hay beso para este veinteañero más uno. Miro el camino. Nunca me toca beso ni viaje gratis, y esta ocasión lo ameritaba por lo azaroso de la sorpresa. Lo habían encontrado, al lado de un toro cortado de las patas y un montón de mangos pintados de rojo. Estaba amarrado, él, Carlos, -como gato-, me dijo la voz rasposa en el teléfono.

-¿Como gato?- me iba preguntando bache tras sentón.
-¿Cómo se amarra un gato? Sin respuesta. 
-¿Se amarran los gatos?. Era absurdo.

Debí pensarlo en voz alta, porque un señor se alertó de mi presencia. Me echó una mirada, como si no mereciera el lugar en el que me había sentado. Debía ir parado y sin sostenerme del tubo, me advertían sus pupilas. Zapateando la desenfrenada astucia del conductor era como yo debía ir en aquel trole. Se quería reír de mi de algún modo: "¿Este no sabe como amarrar un gato? ¡Por favor! Andele, raspe la suela". Era tan obvio que tuve que ignorar lo que pensaba. Mala movida, me pasé por cuatro calles. Más otras dos por tocar el timbre en pleno cruce de avenida. Eran seis de esas, amarillentas, concretas y lapidarias banquetas. Recordé al hombre del centro, que solo caminaba por la orilla de estas, mis nuevas enemigas; para cruzar la calle, solo por el paso zebra, lo que no fuera amarillo era lava, no lo pisaba. Quise jugar a ser ese señor, pero no había tiempo, me habían dicho que ya habían llamado a una ambulancia para Carlos. Además siempre hay un punto ciego en el que el señor debía regresar. Nada práctico.

“El amarillo no es infinito” decía un conocido, detractor de Van Gogh. Lo recordé junto con el señor. “Deberían conocerse y platicar” decía mi ceño fruncido golpeado por el aire, ahora que ya corría deprisa ignorando los colores.

                                     ∞

Los charcos. Oh, esos charcos. Les tuve miedo. No por mojados, si no por mentirosos. Quizá no miedo, solo precaución. Como el hombre a la lava; seguro que podía pisarlos, lo importante no era no quemarse, solo no caer en la trampa. Y así es con los charcos. Ni el reflejo de su cielo, ni sus olas escaladas, ni siquiera la piña del pino que caía dentro, podía revelar la profundidad de cada uno de ellos. Pero eso sí, te seducen como Lolita en el `62. Ya ni siquiera como en el `55. Piden ser pisados, volar y escurrirse por doquier, haya o no haya urgencias. Sus burbujas lo gritan.

Debía ser necesaria la distracción y pisar no solo uno, si no tres de ellos, (cada uno más profundo que el anterior), porque para cuando daba vuelta en la esquina de mi destino, -ya todo empapado- tres hombres, a golpes, se llevaban al toro, a los mangos y al "gato" desamarrado. 


Nunca en la vida funciona tan bien la parálisis del cuerpo como en estos casos. Bendición maldita del sistema nervioso. Solo fui testigo. Agradecí a los charcos no estar ahí. Maldije al señor del trole por retrasarme. Viceversa. No importaba, solo podía ser testigo.

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